Estaban a la puerta de un templo parroquial. El primer cartel mostraba a un niño gordito, de esos que anuncian alimentos para bebés, y debajo habían escrito: "Demasiado joven para amar a Dios". El segundo presentaba a una pareja de "palomos" recién casados dándose un besito; el correspondiente letrero avisaba: "Demasiado felices para amar a Dios". Le seguía un ejecutivo rodeado de teléfonos y con cara de desarrollar una tarea febril: "Demasiado ocupado para amar a Dios". A continuación, un ricachón gordo, con los dedos de las manos llenos de relucientes anillos de oro y pedrería, un habano en la boca, en el momento de descender de un cochazo de lujo: "Demasiado seguro de sí mismo para amar a Dios". Y finalizaba la serie con una sepultura: "Demasiado tarde para amar a Dios".
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Cuando Albino Luciani era Patriarca de Venecia, antes de llegar a ser el Papa Juan Pablo I, algunos sacerdotes ancianos, acostumbrados a predicadores notables como sus predecesores en el cargo patriarcal, le criticaban un poco por la sencillez e ingenuidad de los ejemplos que espolvoreaba en su predicación. Pero él contestaba a esto diciendo: "La palabra de Dios no es más que una carta. Mi madre, cuando el cartero le traía una carta de mi padre, que trabajaba en Alemania, la abría con ansia, la leía y releía; luego, corría a contestarla y enseguida la echaba al buzón. Esto es la palabra de Dios, la carta de una persona que se ama, que se espera; la leemos para hacerla nuestra y contestamos enseguida".
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April 2014
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